viernes, 10 de junio de 2016

LAS SALINAS DEL ALIENTO, un libro de poemas de MANUEL GUERRERO


(Por Antonio Cruz Casado,
secretario del Instituto de estudios gongorinos)
 
El lucentino Manuel Guerrero Cabrera pertenece a las últimas generaciones de poetas españoles. Su llegada efectiva a la república de las letras, en 2008, aún no ha alcanzado la mayoría de edad, con su primer libro editado, aunque su ejercitación en el mundo de la poesía y de la crítica literaria ha sido larga y voluntariosa, como debe hacer cualquiera que pretenda incorporarse al variado panorama de las letras españolas. Desde sus años de instituto y de facultad, como alumno, sintió la llamada de la creación y la ha ido alimentando y sosteniendo con tesón y rotundidad. Fruto de ello son sus libros de versos El desnudo y la tormenta, de 2009, Loco afán, de 2011, y El fuego que no se extingue, de 2013, a los que se unen sus libros de ensayos, Estudios críticos de Literatura del Siglo de Oro, de 2008, el primero, al que nos referíamos antes, y Tango. Bailando con la literatura, de 2009; tiene también un volumen de relatos, Para despertar, de 2011. Figura ya, asimismo, en diversas antologías poéticas, con todo lo cual va afianzándose y buscando un sitio, una voz propia, entre los muchos integrantes del fecundo panorama actual.


En este que consideramos su período de iniciación en las letras, nos resulta sorprendente su capacidad de trabajo, puesto que Manuel Guerrero es también profesor de Lengua y Literatura en institutos de bachillerato y secundaria, participa en múltiples revistas y publicaciones on line, en el que nos parece proceloso mar de internet, además de practicar en las también inestables sendas del periodismo radiofónico y digital. De entrada, pues, nos resulta admirable y loable (aquí la rima ha salido consonante o completa) su capacidad de adaptación y diversificación en este mundo creativo y comunicativo. Sin duda que sus días deben ser algo más largos que los del resto de los mortales.
La colección de poemas que presentamos en esta ocasión, Las salinas del aliento (Madrid, Cuadernos del Laberinto, 2015), está recién aparecida y lleva un ajustado prólogo de Luis Alberto de Cuenca, uno de los grandes poetas de nuestra época. Su inserción en el volumen ya es prácticamente una garantía del interés que puede tener el libro de Manuel Guerrero.
Los poetas suelen ser clarividentes, a veces, y, con mucha frecuencia, saben condensar en pocas palabras lo que los demás mortales tardamos mucho tiempo en expresar, para lo que necesitamos también muchas palabras. He aquí la síntesis que nos hace del texto Luis Alberto: «El principal motivo de esa dicha [antes ha comentado que en el libro hay muchos "versos entrañables y felices"] es la venida al mundo de Malena, la hija del poeta, que es todavía un bebé pero que ya tiene el honor de ser a quien dedica el libro Manuel y la inspiración de los poemas del mismo. La presencia en el mundo de Malena contribuye decisivamente a desarrollar en su padre la mecánica del recuerdo, y, de ese modo, a golpe de evocación, Manuel va recorriendo sus primeras lecturas, los tebeos que iluminaron su infancia y su adolescencia, y nos transmite la emoción que deriva de ese viaje fantástico al corazón de lo perdido para siempre» (pp. VII-VIII).
Una lectura detenida de Las salinas del aliento nos permite constatar el acierto de las palabras del prologuista, desde el primer momento en que se tiene constancia de la presencia de un nuevo ser, mediante ecografía (el título del breve poema inicial, que con sus tres versos nos ofrece la estructura de un haiku), hasta su llegada a nuestro mundo, lleno de dolor, de incertidumbre y de angustia.
Se trata de un texto poético de relativa brevedad, 41 poemas, según el cómputo que se ofrece en el mismo y menos de ochenta páginas, en total; se presentan agrupados estos poemas en partes de desigual extensión, tituladas «Pena de bandoneón» (cinco poemas), «Desangelado el cielo» (veinticinco, la parte más extensa y central de la colección), «Venid y lo veréis» (un solo poema) y «La sal del recuerdo» (nueve poemas).
Conforme vamos leyendo las composiciones, breves e intensas por lo general, vamos comprendiendo las intercadencias del sentimiento, del dolor, del amor, de la preocupación, de la esperanza, en torno a lo que puede considerarse un tema dominante, la llegada del nuevo ser a este mundo nuestro, al que hemos visto como un universo con frecuencia caótico. Hay en el libro, además, un fuerte componente literario, cultural, de muy variada procedencia, visible en referencias de diversos textos, en citas, en dedicatorias, en fragmentos mínimos que salpimentan una experiencia personal que se nos comunica.
Desde el punto de vista formal, nos encontramos ante un libro moderno, actual, en el que predomina lo que hace mucho tiempo se llamaba el verso libre (ahora ese nombre apenas se usa); hay también ocasionales incursiones en el prosaísmo, tan de moda hace unos años, e incluso una composición de raíz clásica, un soneto. El lenguaje se nos ofrece elaborado, depurado, con tendencia a la concreción y a la brevedad, aunque a veces se emplean versos más largos, musicales.
El libro se cierra con un epílogo a dúo, en el que los poetas Antonio J. Sánchez y Sensi Budia, en composiciones tituladas «Tango» y «Eclipse» respectivamente, nos hablan de la vida como lucha y del mundo sentimental de la niña Malena, el leitmotiv que hemos visto desarrollarse a lo largo del poemario.
Creemos que con algunos de los poemas más significativos de este libro se incorpora Manuel Guerrero, con pleno derecho, a una corriente temática en la lírica española, persistente y profunda, aunque no siempre bien considerada por la crítica al uso, como sucede con toda aquella poesía que hable de sentimientos muy humanos, como es la preocupación por el hijo, por su destino y por su dolor, de lo que son ejemplos bien conocidos el gran Miguel Hernández  («En la cuna del hambre mi niño estaba, /con sangre de cebolla se amamantaba»). O la dulce Gabriela Mistral («Velloncito de mi carne […], duérmete apegado a mí. […] El mar sus millares de olas / mece divino, /oyendo a los mares amantes / mezo a mi niño»). O el tan olvidado (y con frecuencia denostado) José María Pemán: («¡Yo he puesto mi eternidad / en un capullo tan tierno / que parece que se fuera, / con sólo verlo, a tronchar! […]  Un hijo es como una estrella / a lo lejos del camino: / una palabra muy breve / que tiene un eco infinito»).
O el mismo Rubén Darío, de cuya muerte celebramos este año el primer centenario, con poemas ajenos a la delicuescencia de las princesas y de los cisnes, sobre los que hablamos no hace mucho tiempo Manuel Guerrero y yo; del gran nicaragüense son estos versos, la parte central del poema «Phocas, el campesino», con los que quiero acabar esta aproximación, que conlleva mi enhorabuena al autor de Las salinas del aliento, así como mi deseo de continuidad en el camino iniciado:

Tarda en venir a este dolor a donde vienes, 
a este mundo terrible en duelos y en espantos; 
duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos, 
que ya tendrás la Vida para que te envenenes... 

Sueña, hijo mío, todavía, y cuando crezcas, 
perdóname el fatal don de darte la vida 
que yo hubiera querido de azul y rosas frescas; [...]






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